HISTORIA. CALLE MAYOR

Viaje accidentado a Ciudad Rodrigo (II) y actuación en Tudela
Enero de 1996

En el número anterior de Calle Mayor, dejábamos a nuestros protagonistas abandonados en mitad de la carretera buscando una solución para poder llegar a Ciudad Rodrigo a tiempo para el concierto. Durante el tiempo que permanecimos parados, cada uno se entretenía como podía. La tensión que sufrían los acompañantes, preocupados por la posibilidad de que la Orquesta no llegase a la hora convenida, contrastaba con la tranquilidad y sangre fría de los músicos impasibles. Un par de miembros de la Orquesta dedicaban estas horas muertas a aprenderse los ríos de España con sus afluyentes, sana costumbre esa de llevar siempre en el bolsillo del pantalón un mapa con los ríos, porque nunca se sabe lo que puede pasar, y situaciones como ésta se pueden aprovechar para enriquecer la cultura y el área de conocimiento. Otros que habían olvidado su mapa, mataban los minutos hablando de química o física, de la inconsistencia del tiempo, de la velocidad de la luz (¡qué paradoja!), de viajar al futuro o al pasado, porque de momento no había otro lugar adonde ir.

Para conocer la gravedad de la avería intentamos poner en práctica el método del mal hablar que consiste en escuchar las blasfemias que pueda articular el conductor del autobús. Cuanto más grave la aseveración, la avería será mayor. Empleando esta práctica, quedamos desconcertados, porque la corrección lingüística de nuestro guía no era acorde con el tiempo que llevábamos parados. Por fin, dos autobuses que transitaban por la carretera con la que estábamos ya tan familiarizados, pararon a ayudarnos. Nuestro conductor utilizó el teléfono móvil de los que nos socorrían para llamar a Tudela y pedir otro vehículo, pero nosotros pensábamos secuestrar las dos excursiones que habían parado frente a nosotros y obligarles a llevarnos a Ciudad Rodrigo, pero no lo hicimos. Ahora nada más había que seguir esperando hasta que llegase el segundo coche a buscarnos, pero, ¿cuánto tiempo tardaría? ¿Llegaríamos a tiempo?

Con lo fácil que resultó llegar al salón de actos de la Fundación San Francisco el día 19 de noviembre para el concierto en honor a Santa Cecilia que habíamos organizado. A las seis de la tarde, hora de comienzo del acto, el auditorio ya se había llenado con el público más fiel. Pero lo que más pronto se llena siempre, es el escenario por su reducido tamaño. En el caso de que nuestro grupo aumente en un solo componente, o de que uno de los pequeños crezca más de la cuenta, nos será imposible dar más conciertos en Tudela por falta de un lugar que cumpla unas condiciones mínimas. En este caso, los solistas tuvieron que actuar justo al borde del escenario y "sin red"; la situación ya es crítica. Crítica también lo fue, pero de otro tipo, la que apareció el día 22 de noviembre en el periódico El Mundo de Valladolid, firmada por Agustín Achúcarro y referida a este último concierto.

LA NOTICIA

Recorte de El Mundo de Valladolid. Ver noticia
El artículo llevaba como título "Dedicación y Entrega"; en él se destaca la versión de la Danza Ritual del Fuego de Manuel de Falla, que en palabras de Achúcarro fue interpretada "con un carácter esteticista y el pulso lírico". También dedica un
párrafo a los solistas: "Rodrigo Jarabo en el Concierto para guitarra, interpretó con gran delicadeza, y en el de mandolina destacó la compenetración de los solitas Pablo Román y Jesús Gutiérrez". Sobre estos Conciertos de Vivaldi afirmó: "Fueron interpretados con respeto hacia los requerimientos estilísticos de la partitura". Sigue refiriéndose a algunas obras del
programa: "...Las Mantillas de El Último Romántico, al que no faltaron tintes de sincero gracejo... La Jota de Gigantes y Cabezudos, interpretada con gran temple. Las Seguidillas Manchegas de El Barberillo de Lavapiés, de Barbieri, se convirtió
en una de sus mejores interpretaciones": En el último párrafo resalta la musicalidad del grupo, el esmero y cariño puesto
en el concierto, el respeto del director hacia las partituras y su atención "hasta en los más mínimos detalles con los miembros de su orquesta, algo que si es siempre importante, lo es aún
más cuando se dirige a jóvenes intérpretes".

Leyendo esta crítica, pasándola de asiento en asiento, seguíamos esperando el desenlace de la odisea que
padecíamos en tierra de nadie, sin saber si nos esperaba otro éxito o un fracaso forzado por las deficiencias de los medios de transporte. Hacíamos cálculos de lo más complejo sobre el tiempo que tardaría el nuevo autocar en llegar y lo que tardaríamos nosotros luego, hasta Ciudad Rodrigo, donde
se nos esperaba a las seis y media de la tarde. Sólo era
cuestión de esperar, pero mientras, seguíamos pidiendo ayuda
a los vehículos que nos sobrepasaban y cuyos tripulantes nos miraban extrañados como si estuviésemos parados por
voluntad propia, haciendo una merienda encima del asfalto. Ni siquiera los camioneros nos echaban una mano hasta que, como una aparición, topamos o más bien al revés, topó con nosotros un camión cisterna blanco con la palabra Quintanilla escrita en la puerta, una bandera de la efigie del Che Guevara y una matrícula amarilla detrás de la luna en la que ponía Galletas.
El camión era tripulado por un individuo rubio con el pelo muy corto y con botas de militar; todos supimos que se trataba del Señor Galletas en persona, ¡un santo! Sólo él tuvo la
amabilidad de ayudarnos y gracias a la cópula entre su vehículo y el nuestro, éste cobró vida y pudimos continuar el trayecto. Los que componíamos la expedición queremos rendir público homenaje al enviado del destino, el altruista Señor Galletas.

Proseguimos nuestro viaje viento en popa "a todo trapo" y transcurrido apenas un kilómetro volvemos a detenernos, pero esta vez, no se asusten, lo hicimos para llamar por teléfono a Ciudad Rodrigo y avisar de nuestro retraso. Eran las seis y diez minutos de la tarde; habíamos acordado llegar a las seis y media; entramos en un bar de la carretera donde por un
momento tuvimos la sensación de estar en otro país, pues allí nadie hablaba en castellano y el colmo: había cola para usar el teléfono. Con señas, balbuceos y otras estratagemas, pedimos permiso a quienes parecían ser portugueses para llamar antes que ellos y entendimos que nos lo daban. Hablamos con la animadora cultural de aquella villa a la que nos dirigíamos y nos iba pareciendo quimérica

-Hemos tenido una avería y no podemos llegar a la hora prevista.
-¡Madre mía! Pero si el concierto es a las ocho.
-Ya, pero hemos tenido una avería, tardaremos en llegar cerca de hora y media.
-¡Pero si el concierto es a las ocho!
-Es que hemos tenido un accidente.

Parece que lo del accidente tranquilizó un poco a la animadora cultural, fue una buena maniobra de confusión la de equivocarnos en la palabra.

Por fin, raudos y veloces, transitábamos rumbo a la ciudad que nos parecía un sueño encontrar, sin trabas, sin problemas, hasta que nos encontramos con todos los camioneros del mundo, que marchaban en caravana delante de nosotros. ¡No podía ser cierto lo que teníamos ante nuestro cuerpos! Parecía como si hubiera mudanzas en el Monasterio de El Escorial y estuviesen trasladando hasta las piedras... Todo ello entorpeciendo nuestro camino. La incertidumbre, entonces, ya no era si llegaríamos a tiempo al concierto de aquella tarde, sino que empezábamos a dudar de si seríamos capaces de estar el día 26 de noviembre en Mojados donde nos esperaban para otro concierto. Pero esta vez sí fue posible, no hubo dificultades, sinsabores ni penalidades. En la iglesia de Santa María de este bonito pueblo vallisoletano, ofrecimos una actuación dividida en dos mitades; la primera ocupada por al Coral Voces del Duero y la segunda por nosotros, para luego interpretar una habanera conjuntamente. Debemos destacar las buenas condiciones de este recogido templo para la propagación y el disfrute de la música: también la gran afluencia del público que llenó la iglesia y nos colmó de aplausos, como en todas las actuaciones... ¿Todas? ¿Qué pasaría en Ciudad Rodrigo?

Nadie podía contestar a esta pregunta cuando nos acercábamos a la mitad de la caravana "saltando" camión por camión como en el juego de las damas. El tiempo se agotaba, el reloj cada vez iba más deprisa y el coche cada vez más despacio. Cada cinco kilómetros había un cartel en la carretera que indicaba la distancia a la que nos encontrábamos de nuestro objetivo en cada momento. Calculando el tiempo que tardábamos en recorrer el trayecto entre dos carteles, mediante complicadas operaciones, hallábamos la velocidad de nuestro desplazamiento y la hora aproximada a la que podríamos llegar (si no surgía ningún contratiempo). La cosa estaba muy apretada y los últimos carteles no aparecían nunca. Cuando ante nuestra vista apareció el último letrero, el que marcaba los últimos cinco kilómetros, sabíamos con certeza que no íbamos a llegar a tiempo. La hora de arribaje fueron las ocho en punto, momento en el que debíamos dar comienzo a la actuación, pero aún no era demasiado tarde, el problema todavía tenía solución. Atravesamos la muralla y recorrimos las calles medievales de Ciudad Rodrigo al trote con los instrumentos, preguntando a todo hijo de vecino por el Teatro Nuevo; los salmantinos nos dedicaron frases como: "¡vamos, que os están esperando!". En una parcela vimos un cartel que decía: "El concierto de la Orquesta de Tudela empezará a las 20.30 horas"; escapó de nuestras entrañas un suspiro de alivio, más aún cuando estábamos sin resuello de tanto trotar.

El detalle más llamativo que nos encontramos fueron las caras de susto, dignas de haber sido fotografiadas, de las personas que hacían cola a la puerta del teatro cuando nos vieron llegar. ¡Qué pensarían de nosotros!: "Pues, ¡poca preparación les hace falta a éstos para ponerse a tocar!"

Pero tras tanta lucha, lo más impresionante fue tocar en esa maravilla de Teatro Nuevo. Sólo de verlo se nos ponían los dientes largos. En un edificio no muy grande, se escondía un auditorio moderno y elegante, un gran escenario, camerinos correctamente amueblados, un patio de butacas con tres pisos de plateas, en definitiva, una gozada que sin ser muy grande tenía un amplio aforo, muy buena acústica y sólo se había tardado dos años en construir. ¿Tan difícil sería hacer aquí uno de éstos...?

Rápidamente afinamos los instrumentos, nos vestimos de uniforme y apareció por allí una caja de pastas de la que supimos dar buena cuenta. Sin haber hecho prueba de sonido alguna, "a vida o muerte", nos lanzamos a dar el concierto tan ansiado mientras en la capital de España, ajenos a nuestra epopeya, el Real Madrid y el Ajax de Amsterdam cumplían con su deber, como lo hacía la Orquesta de Pulso y Púa de Tudela de Duero, que no se detiene ante nada.

Al abrirse el telón comprobamos que se llenaron dos plateas y la mitad del patio de butacas con mirobrigenses ávidos de oír nuestra música. Como, salvo las desgraciadas pastas que pasaron por los camerinos, no habíamos comido nada desde hacía horas y "el hambre hace al artista" ofrecimos un concierto del agrado del público y recibimos las felicitaciones de la animadora cultural, concejales y demás autoridades que allí se encontraban.

Más tranquilos, con el trabajo cumplido, nos repartimos entre varios bares del pueblo para reponer energías. Una pequeña escuadrilla de siete personas entró en una taberna donde pidió chorizo, queso y vino, pero de "lo malo", que es más barato. El hostelero nos sirvió todo diciendo de cada cosa que la había recibido ayer; uno de los nuestros preguntó: "¿Y este pan, también es de ayer?". El hombre no se tomó a mal el detalle humorístico y nos regaló un muñeco, que nos correspondía por derecho, ya que lo sacamos de la máquina pero no nos lo dio, debido a un fallo técnico (hemos adaptado a este muñeco como mascota), un "pin" por persona y una participación de lotería de diez pesetas a cada uno que fue premiado con el reintegro, pero cualquiera vuelve allí a reclamar sus diez pelas.


OTROS MESES DE CALLE MAYOR
©2004 Orquesta de Pulso y Púa de Tudela de Duero